Aprenda a vivir más allá del remordimiento |
por Marlo
Schalesky
Era una
decisión sencilla. No podía permitir que mis hijas viajaran fuera de la ciudad
y perdieran su primer día de clases solo para ir a una fiesta de
"sombreros rojos" de su bisabuela. Después de todo, la escuela es
importante, y el sentido común no me estaba diciendo: "Lamentarás esto
durante toda tu vida".
Pero lo
hice.
Pocas
semanas más tarde, la bisabuela enfermó. Después empeoró. Fue hospitalizada por
un ataque cardíaco congestivo, y un par de meses más tarde mis niñas estaban
asistiendo a su funeral en vez de a su fiesta.
Fue entonces
cuando el remordimiento me golpeó duramente. Nunca más tendrían otra
oportunidad de quedarse con su bisabuela. Nunca más cantarían la canción que
habían practicado, ni le llevarían los dibujos que habían hecho especialmente
para ella. Nunca más la abrazarían y besarían, ni compartirían historias, ni
reirían con ella de nuevo. Yo, su mamá, excesivamente práctica, les había
robado su última oportunidad, y no había nada que pudiera hacer para hacer
volver ese tiempo.
Pasaron las
semanas, pero no el incómodo remordimiento. En vez de eso, comenzaron a surgir
los "si tan solo…" Si tan solo hubiera dicho que sí. Si tan solo no
me hubiera preocupado por la escuela. Si tan solo las hubiera llevado a
visitarla en el momento que supe que estaba enferma. Si tan solo…
Los "si
tan solo..." se convirtieron pronto en "qué ocurrirá si…", y mis
decisiones rutinarias se volvieron cada vez más confusas. ¿Qué ocurrirá si
cometo un error y tomo una decisión equivocada otra vez? ¿Sería egoísta de mi
parte ocuparme de mi lista de quehaceres, en vez de llamar a mamá? ¿Debo dejar
que mi hija vaya a jugar a la casa de su amiga, o hacer que realice primero su
tarea de la escuela? ¿Es muy importante que compre estos zapatos, o debo ahorra
ese dinero para adquirir algo más necesario? ¿Debo aceptar este proyecto, o no?
Las preguntas eran por lo general legítimas, pero el remordimiento no hacia más
sabias o más piadosas ninguna de mis decisiones, sino más confusas y
agotadoras.
Entonces
comencé a ver cómo estaba el remordimiento afectando negativamente la vida de
las personas a mi alrededor. "Si tan solo hubiera elegido una carrera
diferente", decía una amiga. "Si tan solo me hubiera casado con otra
persona", se lamentaba otra. "Si tan solo no hubiera comprado esa
casa; si no hubiera sido sexualmente activa antes del matrimonio; si no hubiera
tomado hasta embriagarme; gritado a mi hijo; perdido todo ese dinero; dicho
esas cosas; hecho esas cosas…"
Algunos
remordimientos eran mucho más serios que otros, pero vi que los "si tan
solo…" no nos estaban llevando a tomar mejores decisiones. Nos tenían
cautivas, con el temor de haber perdido lo mejor de Dios para nosotras; y que
era ya demasiado tarde. Esta esclavitud a la culpa no viene del Señor; Él nos
llama al arrepentimiento, no al remordimiento. En Filipenses 3.13, 14, Pablo
dice: "Pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y
extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo
llamamiento de Dios en Cristo Jesús". Yo no había estado haciendo eso.
Había estado ocultando y casi atesorando remordimiento en mi corazón. Y al
repasar una y otra vez mi error, le había dado el poder para moldear mi vida.
Nadie quiere
tomar las mismas malas decisiones más de una vez. No es el deseo ni la voluntad
de Dios que vivamos en el pasado; el Señor siempre nos ofrece perdón, y otra
oportunidad para dejar que Él nos guíe. La única manera de recibir la libertad
que Él pone delante de nosotros, es simplemente confesarle nuestra falta, arrepentirnos,
y tomar la decisión de vivir en el presente.
Para mí, el
arrepentimiento involucró dejar de valorar más mi agenda de actividades y los
dictados del calendario, que crear relaciones. Esto significó amar más a las
personas, en vez de lograr mis metas, y permitir que mis hijas hagan lo mismo.
Tuve que entender que nada está garantizado o en última instancia bajo mi
control. Tuve que pedirle sabiduría al Señor para hoy; y ojos para ver cómo lo
hace.
Descubrí que
el arrepentimiento no solo trae libertad, sino que también hace posible
asimilar plenamente el poder del Señor para que éste transforme cualquier cosa
en nuestras vidas, para su gloria. El arrepentimiento dice: "Aquí estoy,
Señor. ¡Renuévame!" Él nos llama a traerle nuestros remordimientos, nuestro
arrepentimiento, y luego a esperar con expectativa su poder transformador, aun
cuando parezca demasiado tarde. Él puede tomar nuestros pecados y errores, y
sacar algo bueno de ellos. De eso se trata la cruz. Miqueas 7.18, 19 dice que
el Señor "se deleita en misericordia… sepultará nuestras iniquidades…
echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados". El perdón del Señor
es total.
No podemos
cambiar el pasado o deshacer lo que hemos hecho. Pero Dios nos ofrece una vida
abundante ahora mismo. La decisión de recibirla es nuestra.
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