Un Rey soñó
que había perdido todos los dientes. Después de despertar, mandó llamar a un
Sabio para que interpretase su sueño.
“¡Qué
desgracia, mi señor!” exclamó el Sabio, “Cada diente caído representa la
pérdida de un pariente de vuestra majestad”.
“¡Qué
insolencia!” gritó el Rey enfurecido, “¿Cómo te atreves a decirme semejante
cosa? ¡Fuera de aquí!” Llamó a su guardia y ordenó que le dieran cien
latigazos.
Más tarde
ordenó que le trajesen a otro Sabio y le contó lo que había soñado. Este,
después de escuchar al Rey con atención, le dijo: “¡Excelso señor! Gran
felicidad os ha sido reservada. El sueño significa que sobrevivirás a todos
vuestros parientes”.
Se iluminó
el semblante del Rey con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas
de oro.
Cuando éste
salía del Palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado: “¡No es posible! La
interpretación que habéis hecho de los sueños es la misma que el primer Sabio.
No entiendo
porque al primero le pagó con cien latigazos y a ti con cien monedas de oro”.
“Recuerda
bien, amigo mío”, respondió el segundo Sabio, “que todo depende de la forma en
el decir… uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender a comunicarse”.
De la
comunicación depende, muchas veces, la felicidad o la desgracia, la paz o la
guerra. Que la verdad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe
duda, mas la forma en que debe ser comunicada es lo que provoca en algunos
casos, grandes problemas.
La verdad
puede compararse con una piedra preciosa. Si la lanzamos contra el rostro de
alguien, puede herir, pero si la envolvemos en un delicado embalaje y la
ofrecemos con ternura, ciertamente será aceptada con agrado.
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